Me está costando sentarme a escribir. Y no precisamente porque no tenga ganas o me falte inspiración, sino porque como dice la canción tengo mucho que escribir y muy poco papel. Sin embargo, alimento una pescadilla que se muerde la cola desde que emprendí mis viajes alrededor del mundo. Cuanto más vivo, más son las ansias que me invaden por plasmar todo lo que siento, pienso y experimento. Pero esa acelerada vida que llevo mientras viajo y descubro me censura de manera inverosímil los ratos para aislarme de todo lo que me rodea y sentarme enfrente de estas líneas.
Sólo quiero vivir el presente, sin relojes, ni ordenadores, ni teléfonos. E independientemente del amor que siento desde adolescente por la pluma y el papel, estos días les pedí descanso. Y es que, desde que puse mis pies en Bangkok, la también conocida como ciudad de los ángeles, he aprendido mucho. Primera lección: la mejor manera de conocer un país es rodearse de gente local. Aunque esto sea obvio y ya lo supiese, hoy me lo tatué en la piel. Siempre he sido de aquellos que prefirió una cama más genuina aunque fuera menos cómoda, y de los que eligen autenticidad antes que lujo. Sólo a través de lo auténtico se puede transmitir de un local a un farang (extranjero en tailandés) la verdadera esencia cultural, porque ellos mismos son el patrimonio del propio país, y podrán conducirnos a lugares indescriptibles, darle explicación a lo que uno no comprende o desconoce e invitar a comer platos que únicamente se degustan si se sabe dónde ir, presenciar bailes que enamoran pupilas y tener encuentros únicos y potenciales historias que contar a nietos. Y el cómo llegar… ¡Qué importante es! He dejado de usar taxis y metros y he salido a caminar, pues es una de las más nobles maneras de sentir la verdadera estampa de las calles de un lugar. ¿Dónde se esconde la estereotipada peligrosidad del Sudeste Asiático? ¿Dónde las escenas de grandes largometrajes que asustan al visitante? ¿Por qué puedo caminar tranquilo por todos y cada uno de los rincones de Bangkok cuando mi imagen previa trataba de mantenerme alerta en cada instante? Sencillamente, porque todo es falso. En esta parte del mundo se siente mucha más seguridad que en cualquier otro lugar de los que antes haya estado. Y es una opinión compartida.
Sólo han pasado dos días desde que llegué y ya me he dado cuenta de que hay dos cosas que el tailandés no mira: su reloj y la predicción meteorológica. ¿Para qué comprobar continuamente cuántos minutos faltan para que el futuro llegue cuando lo verdaderamente importante es el ahora? Imagino que eso deben preguntarse. ¿Y para qué comprobar el clima si la lluvia tropical no va a tener piedad de mí cuando le dé la gana de salir a pasear? Dos días aquí: dos chaparrones. Y en época de lluvias, si no es hoy, será mañana. Lo positivo es que después de una hora lloviendo, se tiene la cuasi certeza de que hasta mañana las nubes respetarán. O no. Quién sabe. La segunda de las convicciones a las que he llegado es que viajar me viene muy bien para apreciar en mis regresos todo lo que tengo. Vivimos en lo que yo llamo la paradoja de la burbuja. En nuestro día a día una gran capa transparente, en forma de cúpula, rodea nuestra cotidianidad, actividades y entorno. Más allá del cristal existe otra realidad muy diferente a la nuestra, cuyos problemas son de una naturaleza de otro nivel. Lugares donde las necesidades básicas, al contrario que en nuestro caso, no están cubiertas. ¿Crisis financiera de los países desarrollados? Con todo respeto a ciertas situaciones particulares que realmente suponen el reto de héroes que salen a flote después de haberse visto entre la pared y la espada, más cerca del cuchillo y ahogados en pruebas que les pone la vida, cuando hablamos de crisis (por norma general) lo hacemos con la frivolidad de no ser verdaderamente conscientes de la fortuna que tenemos por poder respirar cada día y ser libres, poseer una cómoda cama donde dormir, un techo bajo el que cobijarnos y comida en nuestros platos. Y aquí es donde conviene diferenciar dos verbos: saber y vivir.
Independientemente de la apertura de nuestras mentes, todos sabemos que existen “otros mundos”, que en realidad no son otros, que vemos desde la independencia que nos otorga la distancia y que tratamos así de hacer externos, a pesar de que sintamos pena por sus protagonistas. Es natural que el conocerlo desde la lejanía nos imposibilite comprometernos en cuerpo y alma con la causa. Lo habitual, que no lo mejor, es cambiar de canal cuando vemos un anuncio de organizaciones que nos muestran ciertas escenas que duelen a la vista. Es entonces cuando vivirlo es fundamental para acercarnos a dichos mundos y descubrir que las excusas son falsas. Cuando uno rompe el cristal de la burbuja y da un paso que le sitúa en otro tipo de escenarios deja de saber y conocer para dar paso al vivir. Y al vivir, uno se da también cuenta de que las barreras son ficticias. ¿Qué diferencia a una persona de mi ciudad o país de otra del otro punto del planeta? Absolutamente nada. Los que ponemos la diferencia, a través de nuestras estúpidas barreras, somos nosotros.
Uno de los que hace veinte años decidió romper barreras fue Boonchoo (que significa hombre bueno y alto). Este anciano octogenario es medio ciego, cojo y su sordera va en aumento. Pero sobre todo, más allá de sus limitaciones físicas, es sabio. Hace dos décadas salió de su burbuja para convertirse en monje. Como en todo aquel que decide empezar a caminar por sendas paralelas, fue un momento de crisis el que le condujo a estar donde hoy está. Sin entrar en lujo de detalles, suficiente resulta saber que un accidente y las consecuencias del empeoramiento de la salud que supone la vejez tuvieron mucha parte de la responsabilidad. Mi encuentro con él nació de mi curiosidad. Aunque he de decir que también de la suya, pues al igual que yo me acerqué lentamente a mediar palabra con él, fue Boonchoo el que primeramente se dirigió a mí a través de una pregunta: “¿de dónde eres?”, me preguntó en inglés. Una vez empezamos a hablar, surgió una de las mejores conversaciones que he tenido en mi vida, pues fue la que me introdujo en el fascinante mundo inexplorado hasta ahora del budismo. Rodeado de templos preciosos, en un barrio para nada turístico de las afueras del centro, y mientras señala a un árbol, me dice que “el cuerpo cambia, todo lo físico y material se deteriora”. A mí me mataba el deseo de saber qué es lo que hace a una persona romper con todo y cambiar tan radicalmente de estilo de vida. “El momento en que mi vida cambió fue cuando me di cuenta de que los actos que cometía que no eran buenos se volvían en mi contra”. Lo que conocemos como karma no esperaba a vidas siguientes para enseñar a este entrañable monje que los pasos que damos nos son devueltos en forma de felicidad o tristeza, según la naturaleza de nuestros actos. Entonces, y de un día para otro, decidió dejarlo todo para estudiar las enseñanzas de Buda.
En la vida debemos ser inteligentes. Y esa inteligencia consiste fundamentalmente en saber elegir. Si algo no nos hace felices, tenemos la libertad de modificar el rumbo. Y no se trata ya tanto de cambiar las circunstancias, pues evidentemente son un factor que se escapa de nuestro control, sino de hacernos cargo de la manera en que afrontamos la vida, que eso sí que lo podemos controlar. Boonchoo me sonríe siendo extremadamente abierto conmigo, y entiendo que es entre otras cosas porque lo primero que le muestro es mi respeto e interés por la filosofía budista, lo cual le sorprende. Me agarra del brazo como para soportarse en mí, dada su avanzada edad y exagerada cojera. Además, para entender y captar mis palabras debe acercar su oído izquierdo y yo entiendo que sólo dirigiéndome a él con una voz mucho más alta puedo hacer que me oiga. Mientras mi amiga local y traductora en preguntas complejas, Chompu, coge mi cámara para inmortalizar tan inspirador momento, el maestro me pide por favor que le pregunte por todo lo que quiera saber. Ella mantiene la distancia dado que en la cultura budista se ha de mantener mucho espacio entre los monjes y las mujeres, a las que ni tan siquiera se les permite el contacto físico, por lo que el monje se apoya en mi brazo y ella se mantiene a metro y medio de nosotros. Se trata de mi primera conversación con un monje budista, aunque tengo tantas preguntas que no sé por dónde empezar. De hecho, tomo la inteligente determinación de hablar poco y abrir bien los oídos. Me cautiva su interés sobre mi persona y su tiempo, que considero lo más valioso. Llegados a cierto punto de la conversación, le pregunto por sus sueños. Es entonces cuando me pide que mire a un árbol de los que se intercalan entre templo y templo. ”El árbol, cuando nace, es pequeño. Después crece, pero algún día inevitablemente morirá. Las cosas cambian”, insiste. “Nada de lo material es eterno, pero nuestro interior sí lo es”. Su sueño es seguir siendo budista, y todo lo que ello supone, que no es otra cosa que continuar descubriendo la magia de su mundo interno, que es eterno. “El templo es bonito, yo debería verlo”, me dice de forma nostálgica, echando de menos la capacidad perdida por su ojos cada vez más limitados.
Cuando le cuestiono por los problemas de la sociedad tailandesa en su relación con la distancia que resulta de la huida general del mundo espiritual en la sociedad moderna, usa como objeto de enseñanza el propio templo en el que decidimos sentarnos a proseguir la conversación. “El templo, a mi modo de ver, es tremendamente bonito, pero su belleza depende de los ojos de quien mire. Por eso tenemos que satisfacer nuestro alma internamente. Eso es lo importante. La sociedad tailandesa en realidad no es budista, porque los padres no educan a sus hijos en esto y porque lo que importa son las luces que distraen a las personas: ganar más y más dinero y todo lo material, la posición social y un largo etcétera”. De hecho, él mismo reconoce que treinta años atrás su vida giraba en torno a todo eso, pero de la preocupación continua por lo que no es esencia se alejó para acercarse cada vez de forma más profunda a un mundo en el que ahora asegura ser feliz. Y si no lo es, lo disimula muy bien, porque su sonrisa parece no poder desvanecerse.
Desconozco los requisitos para considerar a una persona como sabia, pues no sé cómo de inspiradora, mística y carismática debe ser, y tampoco sé medirlo. Lo que sí sé es a qué nivel tiene que transmitirme para no olvidarla jamás, y no me va a ser fácil borrar la conversación de hoy con un hombre tan sabio que supo, en el ocaso de la madurez de sus días, encontrar el camino en lo verdaderamente esencial.
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